La memoria persiste y la sociedad argentina impide el retorno de la impunidad

A las 3.10 del 24 de marzo de 1976 el general José Rogelio Villarreal oficializó el golpe de Estado al comunicarle a la entonces presidenta María Estela Martínez de Perón, ‘Isabel’: “Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada”.

Desde ese día y hasta el 10 de diciembre de 1983, las Fuerzas Armadas, apoyadas por poderosos sectores de la sociedad civil, instauraron una política de terror, para lo cual implementaron un plan sistemático de exterminio y desaparición de personas.

Los comandantes generales del Ejército, Armada y Fuerza Aérea, Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti, se invistieron como los nuevos titulares del Ejecutivo al conformar la Junta Militar.

Cinco días después, Videla se proclamó presidente y las primeras medidas que dispuso fueron la clausura del Congreso y de todas las Legislaturas provinciales y municipales, el reemplazo de todos los miembros de la Corte Suprema por jueces adictos al nuevo régimen, el allanamiento e intervención de los sindicatos, la prohibición de toda actividad política y la censura previa sobre todos los medios de comunicación.

Los ministerios, con excepción del de Economía y el de Educación, fueron ocupados por militares.

Los gobiernos provinciales también fueron repartidos en su mayoría entre uniformados de las tres fuerzas y lo mismo hicieron con los canales de televisión, que fueron adjudicados con ese criterio.

Bajo el argumento de la existencia de un enemigo interno, las Fuerzas Armadas violaron todos los derechos, saquearon al país endeudándolo en una dimensión desconocida hasta el momento, con la anuencia del Fondo Monetario Internacional, y desplegaron una política económica que desindustrializó la estructura productiva y profundizó la pobreza y el hambre, mientras que la resistencia era exterminada bajo la creación de no menos de 700 centros clandestinos de detención, tortura y desaparición.

Todo el aparato del Estado estuvo al servicio del terror planificado y sistemático, institucionalizando el secuestro, la tortura y la desaparición forzada de personas.

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